viernes, 29 de mayo de 2009

Pentercostés 2009

Parece mentira que el fracaso de la humanidad que es testigo de la esperanza, sea tan clamoroso.

Aquella experiencia de la que fueron partícipes los primeros discípulos debería haberles sumido en la euforia, en la valentía. Pero no fue así. Me refiero a que, después del tremendo fracaso de la cruz; de haber asistido atónitos y miedosos a la muerte de su líder; después de haber huido como miserables abandonando incluso el cuerpo macerado de su intimo amigo; de haber temido hasta manifestar su admiración por las palabras de quien les encandiló con un mensaje nuevo; después de todo eso los discípulos experimentaron la certeza de que su Maestro estaba vivo.

Pues nada. O como si nada. Porque aunque ellos eran testigos, y habían visto, aun cuando habían recibido una experiencia inigualable, su triste humanidad les alejaba de la certidumbre del éxito de Dios sobre todas las cosas.

Y digo triste humanidad, sí. Porque la resurrección, en el comienzo, no fue un principio de certidumbre para los que, poco después, la anunciaron. Muy al contrario, Lucas nos los pinta miedosillos, encerrados en la casa por puro pánico. Uno se pregunta hasta dónde Dios debe ponerse enfrente, con qué verosimilitud, para que nos terminemos dando cuenta de la insondable belleza de su presencia.

Para mí no existe otra respuesta que la de vernos como un recipiente siempre a punto de cascarse, de una fragilidad quebradiza, de una inconsistencia de cristal. Nuestra vulnerabilidad es una precipicio al que nos asomamos constantemente. No es malo saberse limitado, sometido a nuestra realidad temporal. No es, en absoluto, pesimismo antropológico saber que no lo podemos todo, ni lo sabemos todo, es más, que nos equivocamos y que estamos uncidos al yugo de lo falible. Y, ahondando mucho más, nuestra realidad es la de una escasa estancia en el mundo, que se ve agravada por nuestra profunda inconsistencia. Hay quien se echará las manos a la cabeza pensando que el ser más acabado de la creación, el súmmum, el trabajo último de Dios, su grandeza y su valía, se ve menospreciada por esa intimidad que es el pecado, o la misma limitación última que nos pone al borde del Absoluto y de nosotros. Pero qué va. Mero espejismo.

Estos pobres hombres vislumbraron que, detrás de la tragedia padecida por aquel Jesús, él había podido vencer esa realidad última de la muerte y de nuestra quejumbrosa existencia. Pero no tuvieron la valentía suficiente de vencer su propio miedo, su incertidumbre, su corto entendimiento. No les pareció suficiente, o no les pareció suficiente para ellos de forma que arriesgaran sus vidas en un gesto generoso de complicidad.

¿A dónde me lleva todo esto? Al segundo acto de esta sublime representación, que no es teatral, sino vital. Lucas escribe un relato precioso, una recreación, un recuerdo solemne y atrevido del comienzo de un nuevo tiempo. La segunda creación empezó con la resurrección; el nuevo tiempo, con la Iglesia. En ambas, la irrupción de Dios como fuerza, como principio, como apuesta. En ambas hay una iniciativa para hacer que todo sea. La vida engendra siempre vida. Por eso el evangelista nos ayuda a saborear esa honradez tosca de los discípulos, que no podían, o no sabían o no querían creer que la transformación íntima de la realidad podía darse. No creían en ellos, ni en la fuerza arrolladora de Dios. No creían en una intervención definitiva de Dios en la historia humana. Estos judíos, que eran crédulos a más no poder, sin embargo no podían imaginar que Dios pusiera encima de la mesa la iniciativa para recrear el mundo. Estaban limitados. Eran limitados y les asustaba esa misma poquedad.

Pentecostés significa la irrupción de Dios como fuerza transformante, recreante. Pentecostés es el reconocimiento expreso de que la génesis del mundo está gestándose en cada acto humano de enamoramiento, y también en cada reconocimiento de nuestra necesidad, de nuestra mendicidad. Pentecostés es un regalo a nuestra indigencia. No por un Dios tacaño, que quiere hacernos polvo con nuestra conciencia de muerte, sino que más bien nos rescata para unirnos al Otro. Somos porque somos distintos, somos porque tenemos limitación, somos porque podemos no ser. Pero la llamada a la vida nos ha hecho sumarnos a la onda expansiva de Dios para toda la eternidad. Y en esta llamada al “para siempre”, se nos regala el don de la fuerza divina, que viene a rellenar nuestros vacíos inconsistentes. Pentecostés irrumpe con fuerza en esa pobreza de los primeros discípulos para hacerles comprender que Dios no niega su fuerza al que sale al encuentro, al que busca denodadamente la utopía de un mundo realizado en Dios. Pentecostés significa que hay un fuego regalado que quema las cenizas y las convierte en brasas.

Y se pusieron en pie. Aquella gente que se revolvía en las cenizas de su imposibilidad, que creían haber quemado los barcos con la muerte de su Señor, tuvieron un regalo añadido, un don inmerecido, una fuerza renacida, una esperanza concebida en su incapacidad. Aquellas gentes que erraron la mirada, incapaces de dirigirlas a la cruz, pudieron ver con ojos nuevos que el mundo resurge como un retoño. No hay una atardecida, no se nos echa encima el ocaso. Empezó el día primero, empezó el mundo nuevo.

¿Verdad que nos suena?

Como aquella concepción cíclica de las cosas, el hombre, está siempre a vueltas con las mismas limitaciones, sin embargo es un ser siempre emergente.

La Iglesia, semper reformanda, no escapa a los cimientos arenosos que la hicieron concebir esa esperanza. Su fuerza está en su Dios, en el don de Dios.

La historia, como un huracán que se vuelve sobre sus tripas, amenaza con devorar a los más débiles, como siempre. Pero el germen de vida que inauguró Pentecostés nos ayuda a precisar la mirada para entrever signos de salvación y de victoria.

Todo el hondón de la vida se vuelve fruta madura; todo el estiércol que expulsa el mundo se convierte en mantillo; todo lo que huele a daño, a pena, a sinsentido, se hace punto de partida de una solución. La esperanza cabe en el cajón desfondado del mundo para poderlo hacer recipiente de esperanza. El don de Dios, el Espíritu, asegura la victoria final con aquel plus de fuerza que siempre le caracteriza. El Espíritu, el don de Dios, pone en la fragua el hierro que somos nosotros y lo hace bruñido metal, acero cortante. Y espera que nosotros nos pongamos en pie.

martes, 2 de diciembre de 2008

Una habitación en el tiempo.

¿Cómo mirará Dios el tiempo? ¿Desde qué perspectiva, bajo qué prisma, percibirá nuestra fragilidad en el tenue devenir?

Muchas veces, instalados en este universo, atados a lo temporal, inscritos en el registro del espacio y el tiempo, podemos tener una ilusión óptica en este desierto de la vida: somos intemporales, pero sólo lo decimos para este aquí y este ahora, mientras que percibimos, miramos, sentimos... No creemos que la muerte se dice también para nosotros. Siempre le sucede a otro. Y le sucede
cuándo ya toca a su fin la existencia. Y si sucede antes, es cierto que nos golpea y nos aturde, pero sólo temporalmente. En ocasiones respalda nuestra increencia, como una injusticia más que echarle en cara a un hipotético creador descuidado de su creación.
Habitamos esta casa como un huésped que no necesita reservar, como quien es dueño del hotelito. En el fondo eso que se llama inmanencia -la temporalidad a la que estamos sometidos, vamos- es una molestia que va creciendo a medida que pasa el tiempo y que causa estragos sólo al final del trayecto vital. No queremos percibir la caducidad, nos negamos a pensar en el vacío que puede invadir nuestra conciencia si dejamos de ser más allá de un pequeño lapso de tiempo. El encadenado e ininterrumpido suceder del tiempo pensamos que semeja la eternidad, pero es falso.
Sí, habitamos este tiempo y eso es un suceder de gozos que nos puede remontar a los límites de la felicidad misma. También al hondón de fracasos o estrepitosos desastres. Pero estamos, y con eso nos basta en la mayoría de las ocasiones. Como aquel que espera el autobús y no viene. Se queja, pero con la esperanza de que venga a no más tardar. Estamos, pero como quien no es más dueño de su existencia que la perplejidad de un instante. Estamos, y eso nos parece imperecedero, como cuando miramos la televisión para evadirnos de un mundo demasiado vulgar que no merece la pena vivir.


Pero vivir no es sobrevivir, es ajustarse los machos en esta realidad pura construida a través de opciones que nos van decantando, que nos van haciendo. Vivir no es un ejercicio de gasto innecesario de segundos amontonados en un calendario, es tomar conciencia de que soy en medio de un universo de posibilidades que se me van rindiendo, y que dan lugar a otro universo igual de posibilidades. Vivir es la soberana soledad de elegir, y de acertar o equivocarse en la elección. Vivir es saberse transportado hacia la eternidad, ese impulso que llevamos en el interior y que actúa, las más de las veces, como una brújula. Vivir es saberse sostenido, en medio de un mar borrascoso de innúmeros cruces, y saberse impulsado hacia la potencia mayor de mí mismo.
La figura del hombre rendido a la caducidad de las cosas, corriendo tras cada minuto, como si de él se asiera para poder ahuyentar los lobos de la noche, me parece un triste reducto de esa incapacidad para poder pensar una realidad que se nos forja distinta, si y sólo si, sabemos adivinar el suspiro de eternidad que la recorre. No como huida, no. Nunca el hombre es más hombre cuando sabe que sabe poco. Pero acierta a ver, lo ha hecho en toda su historia, que hay sólo un tránsito cuando adivina, en su inteligencia, que puede haber un infinito. Por eso nos alojamos en esta habitación con vistas a la eternidad.

Podría ser el asunto de Dios una cosa de la inteligencia, o una ilusión del alma. Podría ser la cuestión de la eternidad una intuición, más o menos necesaria. Podría ser. Pero tiendo a pensar que esta acerada conclusión de los más íntimos deseos de la humanidad, se acerca a lo que realmente somos: un proyecto que se recrea más allá de este tiempo y este espacio. Esto es, somos para siempre. Habitamos con esperanzas de estar para siempre habitando. Somos, no existimos. O al menos la existencia es una realidad que se suspende de nuestro ser. Esto me hace morar aquí con la mirada puesta allí.

¿Y Dios? Pues, como la mayoría de las religiones asegura, no está ausente. No mira para otro lado en el posible desahucio que nos sucede con la muerte. No. Aparece como un garante, como el que puso la fianza al principio de nuestro tiempo. Y que espera el veredicto final que hacemos sobre la casa.

Tengo que decir más. En el cristianismo, la eternidad se tornó una temporalidad concreta para dotarla de su sentido más brillante: Jesús. E hizo que el hombre, libre, pudiera optar por redefinir su postura vital a favor, o en contra, de sí mismo. Dios no fue nunca más una entelequia pensada, se convirtió en su compañía más sencilla. Porque quiso habitar en el tiempo, sin complejos, para ayudarnos a transitar sin desmayos. Podríamos decir que Dios quiso residir en la tierra, atravesando el tiempo, en una casa cordial, cercana y transitable – Jesús de Nazaret. Solo con una intención: poder entender que nuestra habitación tiene una proyección más allá de lo que vemos. Nos acompañó para hacernos descubrir un paraíso de eternidad. Un lujo de casa, un regalo de habitaciones que se iluminan para hacer acogida y feliz lugar de quien quiera habitarlas.


Que el Verbo se encarne no es más que comprender, de forma totalmente novedosa, la historia del hombre, su tránsito en el tiempo, su proyección de eternidad. Que se pueda acompañar la pequeñez humana, su quebradiza esencia, con una certeza: Dios está de nuestra parte, no nos abandona. Tampoco inspecciona la casa sin nuestro permiso, al contrario, pide permiso para entrar. El Creador sometido a su criatura. Dios se ha volcado en la realidad humana, ha vertido el caudal de su entrañable ternura en el hombre y lo quiere libre para poder atender a su cariño para reconocer que habitamos el tiempo para descansar en Él. O para negarlo y seguir confiando en que nada importa, quizás solo sobrevivir en la intemperie de un tiempo fugaz que termina en nosotros.

Pedro Barranco©2008

viernes, 9 de mayo de 2008

¡Feliz Pentecostés!


Se abrió el invierno tras la llave, fluyó la vida, y la puerta dio paso al ímpetu de la primavera. Fue la vida. La vida, sí, que siempre es más fuerte que cualquier atraso de hielos. También son necesarios estos, pero actúan como contrapuntos, contrarritmos que afirman una melodía basada en la potencia vital que atestigua el universo todo.
Así esta primavera de siglos que llaman a la vida, y que llamamos la Pascua.
Pero más claro nos llega el ritmo del Espíritu, indomable e indescifrable. Como un bajo que marca el compás, una sístole sangrante que mana por un cuerpo unánime, un marzo ventoso que esparce semillas de gloria, un levante que sopla las velas y remueve los fondos. Así el Espíritu, que aborda el espíritu del hombre y lo eleva como una hoja al viento caprichoso; así el Espíritu, que borda la Iglesia con una filigrana de libertad, que llama a la rebelión en las calles para tomarles el pulso y tomarlas.
Cada quién, y cada cuándo, suprimimos ventanas que pueden constituir momentos de encuentro, de comprensión. Asumimos como propias las verdades incuestionables, mientras que cuestionamos las otras. Convertidos en mesianillos de salón, revolucionarios de mesa y olla, partimos de una base dogmática diciendo que todos se han equivocado al interpretar a Dios. Menos nosotros, nuestra cabeza solemne es capaz de sustituir al Espíritu, borrando a la Iglesia de un plumazo para hacer la nuestra, a nuestra imagen y semejanza. Y entonces las raíces de la verdad, atraviesan la historia y nos dejan aorillados, confundidos en la margen donde cayeron las semillas que no vieron la siguiente primavera.
Quien más quien menos vierte su hiel en los errores cometidos, lamentos de profetas sesudos y aguerridos que dejaron el mundo por transformar en la alfombra de entrada de su casa. Eso sí, cual jeremías del siglo XXI, aburren a María Santísima con tanta desolación, tanto malo metido a estructura, mientras se forran criticando la estructuras. Siempre hubo cuervos. Pero el Espíritu no ceja, ablanda piedras saladas de llantos y las convierte en salazón de mundos nuevos y, de las piedras, puede hacer pan. Más allá de cuantos inmensos agujeros de desaciertos vieron la luz a la sombra de la Iglesia, el Espíritu suscitará puentes, abrirá saltos de agua y embrujará con la luz, construido todo con ladrillos de errores y argamasa de buenas intenciones.
Un mundo de incertidumbres nos asoma siempre al miedo, y nos yergue en sabedores de verdades absolutas,...y se nos mueren mientras tanto las criaturas que buscan una caricia de esperanza. Nada hay más malo para crear sementeras que vasijas estancas donde no entre ni el aire. A rancio huelen tantas ramificaciones interminables de leyes; siempre hubo leguleyos que quisieron vivir del cuento. Mientras tanto, el Espíritu, indomable, ayuda a crecer la libertad de las semillas salvajes que posan sus raíces en el aire. Siempre hubo una trastienda, un almacén de libertades mal contenidas en la barriga de cada presente. Hubo quienes deshojaron la margarita de su tiempo apostando por descubrir, por ir más allá sin necesidad de respaldos ni justificaciones, y hubo quien lo alentó. Lo único a lo que hay que temer es al vacío, a la carencia de posibles.

Perras se nos vuelven las ganas a todos, si no proporcionamos luces y esperanzas a los que vienen empujando el mañana. El Espíritu es un olor acompañado de frutos futuros, que el presente no es más que la confluencia del pasado y los sueños del porvenir. Mal instalados vamos a estar en una casa que hacemos inhóspita, a fuer de que no entren más que los que reconozco como mi calco. Se empobrecerá el roce y nos volverá mediocres y tristes, como perros pulgosos sin amos y sin sombra donde echarse. Necesita esta historia una fuerza de transformación que sólo Dios puede otorgar, como aquel Espíritu que aleteaba sobre las aguas primordiales, e hizo vida de la materia inerte. Igual ahora que, de tanto asegurar las paredes, podemos perdernos la compañía.
Temo que me pase lo mismo de siempre, lo que nos pasa a todos, que escribamos siempre la misma idea, interpretemos siempre el mismo papel, soñemos los mismos sueños, o que oigamos lo que queremos oír y nada haya de nuevo. Que nos pase lo sabido: rebeldías añejas y solas, encumbradas por la impericia del que no quiso deshacerse de ensoñaciones y no las hizo presente; ruidos de sables que se levantan contra todos los que usan sables –palabras como sables, lenguas como puñales; deméritos de los otros, porque los míos ni existieron ni se les espera; tedio y mucho aburrimiento adobado, de una marcha forzada a ninguna parte de tanto creer que avanzo sobre la nada. Y todo porque me desaparecieron el don de Dios hecho Espíritu y su impulso transformador de mí mismo. Es una carrera de liberación la que corremos: por mí, por todos mis compañeros y por mí primero. Y de la historia, que no se echa en manos de la nada irredenta, sino de la plenitud salvadora. Del hombre, que se sabe parte del impulso divino, ese hálito vital y vívido que se hace carne humana en Jesús, y que se nos comunica como una escala por la que ascender.
Tiempo de Espíritu, de callejas que oirán las voces de los liberados, anunciar al lobo y al cordero pastando juntos. Tiempo de Espíritu, que amanecerá sobre una Iglesia que se sabe campana y señal, compañía y refugio, hogar y misterio. Tiempo de Espíritu, para poder ir más allá, más alto, mas cerca del Dios Padre que nos mira con guiños de una feliz espera. Tiempo de Espíritu, que me renueva desde lo mas hondo de mí, que me saca de quicio, me embelesa y me vuelve sabor y saber, savia y fruto. Tiempo de Espíritu, que se contrapone a una babel de divisiones, idiomas y fronteras.
Aspira el aroma que suscita tanta esperanza de hombres y mujeres libres, allí se encuentra el Espíritu de Dios. Pégate a la piel de los que saben romper el hambre, la miseria, el miedo o la soledad, allí habita, en las arrugas de sus preocupaciones o los callos de su esfuerzo, toda la bondad de Dios hecho fuerza salvadora. Ponte a la sombra de los héroes cotidianos, que dicen lo que son: hermanos en el Señor, pioneros del mañana, antesala del más allá, congregados en la Iglesia. Y, por si acaso, por debajo de cada minuto de la historia, escruta la sabiduría, el amor y la potencia divinas, que están llamando al mundo a su definitividad, esto es, a Él. Entonces sabrás que has abierto la llave que abre la puerta de la realidad más absoluta: habrá entrado la Primavera de gloria para siempre: el Espíritu será el que nos habite y ya no habrá más llanto, ni más muerte, ni más dolor, porque el mundo viejo habrá pasado.

Pedro Barranco©2008

miércoles, 13 de febrero de 2008

Andamos arremangados, a ver si nos convertimos. Nos lo recuerda el tiempo de preparación en el que estamos porque, sin lugar a dudas, el espíritu es una de las categorías humanas necesitada, hoy, de más atención.
Es verdad que primero, como sostén, tenemos el cuerpo. Bueno, y también como vehículo, o como realidad que nutre y da consistencia al ser. No tenemos un cuerpo, podemos decir mejor que somos un cuerpo. Quizás durante mucho tiempo, influido por determinadas filosofías, se le consideró como cárcel del alma. Como un peso. No se entendía como una realidad necesaria e intrínsecamente unida al ser. Había una especie de divorcio y de sospecha. El cuerpo era el enemigo. Y, naturalmente, todos los apetitos, o lo que pudiera dar placer, o quizás unas sensaciones placenteras, eran considerados como sospechosos, como diabólicos. Obviamente, esto que expongo, no es más que una simplificación y, por tanto, una visión reduccionista de la historia del pensamiento y de la cultura. Pero puede servir para hacernos una idea. De esta perspectiva surgía una determinada espiritualidad y una forma de cumplir lo que Dios quería para cada hombre y cada mujer. Hoy nos encontramos con una fórmula más integradora de la persona, considerándola un todo. Por lo menos en la mayoría de las veces.
Sin embargo, lo que creo que aportamos de distintivo a lo que llamamos ser hombre es, precisamente, aquello que nos hacer ser autoconscientes de nuestra diversidad y de nuestra originalidad.
El espíritu, esa categoría única del ser humano, está constantemente reclamando nuestra atención. Cierto es que, muchas veces, estamos en las ramas de un bosque de necesidades que confundimos con lo prioritario. Pero resulta que, superadas todas las carencias primarias que nos acucian, se abre paso en nuestra interioridad la gran pregunta sobre lo que somos realmente nosotros. Está aletargada, o esperando poder salir, aquella primordial identidad que se cuestiona qué hacemos aquí, adónde conducen nuestros esfuerzos, qué ponemos primero, qué se lleva todas nuestras energías…No es más que aforar el pozo de nuestra riqueza lo que pide nuestro inmenso caudal de ser.

La Cuaresma es un buen momento para ello. Para caer en la cuenta sobre la necesidad que tenemos de entrar en el espacio sagrado de nuestra esencia y, con paciencia y mimo, cambiarla hasta hacerla más de Dios. Tarea nada fácil, pero cuya recompensa nos traerá más felicidad - o plenitud - que todos los chismes que podamos acumular. Una invitación cíclica a volver a las fuentes del ser, que encontramos en Jesús, para poder hacer el mundo a la medida de Dios Padre. Cuaresma es el periodo de desierto que nos corresponde en cada aquí y en cada ahora. Porque sólo desde un espacio reservado para entrar en el centro de nosotros, podemos afrontar la gran tarea de ser hombres y mujeres completos. No hay complicación, sólo tiempo. Un tiempo que se vuelve infinito porque se repite para ir profundizando, como una enorme barrena de rosca, y airea las entrañas para purificarlas. Esta enorme taladradora es la Palabra de Dios que escarba y rompe, despierta y llama. Y lo hace allí donde escondemos rastros de la tiranía que ejerce el, llamado, hombre viejo en nosotros.

La Iglesia, ha ido acumulando, a través de los siglos, mucha sabiduría sobre cómo sucede el crecimiento interior en las personas. Los místicos que han aparecido en su seno aportaron apreciaciones, caminos, y visiones que han ido enriqueciendo ese caudal. Y uno de los elementos que nos sirve es el de entender el tiempo como un ciclo en el que nos insertamos para que, asemejando la forma de una espiral, nos vayamos acercando cada vez más al centro del Misterio. La Cuaresma nos vuelve, insistentemente, a poner sobre aviso de la precariedad de nuestros cambios, si estos no van envueltos en la constancia y en la apertura a la Transcendencia. O, dicho de otra forma, acercarnos a Dios a través de Jesús nos obliga a sudar la camiseta. Y también a confiar en la capacidad regeneradora y paciente que Él tiene sobre nosotros.

Porque resulta innegable que hemos puesto mucho esfuerzo de nuestra parte. Y en muchas ocasiones. Pero no se han dado los resultados apetecidos. O bien hemos confiado sólo en el poder divino para que termináramos en la santidad deseada. Ahora se convierte en tiempo de salvación porque no es sólo humano, sin también divino. Entrar en el hondón del ser es reconocer la interacción que se da, a escala interior, entre nuestra limitación y la inmensidad, entre Dios y el hombre. En esa batalla estamos, pero también en esa victoria. La humildad de nuestro ser criatura nos conduce hasta el Creador; y el reconocimiento de nuestra finitud en el mejor impulso hacia la perfección. Ni nosotros, ni Dios, se han convertido en los enemigos contra los que tenemos que contender. Somos nuestros mejores aliados, Dios es nuestro mejor asociado.

Por eso, entrar en este tiempo, puede resultarnos tedioso sólo si vamos a él con la repetición machacona de nuestros fracasos. Pero si lo intuimos como un tiempo de gracia, vamos a poder abrirnos a toda su riqueza. En el fondo estamos esperando la reparación de nuestras heridas y, en la aceptación de ellas está la posibilidad de la curación. Dios es, a la vez, un bálsamo y un acicate para que las podamos superar. Nosotros somos protagonistas y espectadores.

Según nos recuerda la Escritura, este tiempo se convierte en el desierto y en el silencio, al que somos llamados antes de la misión. Necesaria porque puede habitarse, esta soledad árida y espesa, es el umbral para introducirnos en la auténtica realidad. Esta se encuentra allí donde el hombre se termina entendiendo a sí mismo en íntima unión con sus carencias y su Dios; su tarea y su ignorancia de los fines con los que acometerla; su verdad y su mentira. Y, aleteando siempre sobre estas aguas primordiales, el Espíritu divino que puede convertir las carencias en fuerza.

Invitación, pues, a cuidar el tiempo en el que podemos empezar a ser. Y a habitar este tiempo no como sobrevenido, sino como sobreabundancia. Sería bueno estar en él, con la serenidad de que podemos hallar nuestra identidad a través de nuestra itinerancia. Y al Amado en ese encuentro.
Pedro Barranco©2008

jueves, 20 de septiembre de 2007

Elogio de la compañía

El hombre es un ser hecho a la medida de la compañía. No somos gotas de agua encapsuladas en cristal, ni tampoco un mar indefinido. Estamos referidos a los otros como la única forma de decirnos. Los otros pueden ser nuestros opuestos, pero también la posibilidad de afirmarnos como distintos y comunicados.
Los otros no son sólo una elección para poder resolver asuntos que nos preocupan y que, las más de las veces, parecen sustanciales para sobrevivir. La sociedad es el privilegio de los hombres que quieren ser en medio del mundo con los semejantes. Pero no sucede como en los animales, no estamos juntos para sobrevivir, sino para poder ser.
Claro que no sólo. Podría dar la sensación de que ser con los otros es una forma de egoísmo. Nada de eso. La llaneza de nuestra realidad es la afirmación con nuestros semejantes porque completan nuestra inacababilidad. Y porque completamos la suya.
La inteligencia de nuestra propia realidad se afirma cuando percibimos las caricias de los cercanos. Estas nos invitan a integrarnos en el mundo sin que lo sintamos como hostil. Y las primeras vienen dadas por los que nos van a posibilitar nuestro desarrollo: los padres. Es tan importante este primer momento que, si falla, si no sucede, si no se da, entonces nos convertimos en seres desestructurados, antisociales. Incapaces para vivir con los otros de forma armónica, nos volvemos hacia los demás con la pretensión de que reparen en que estamos ahí y, para ello, utilizamos cualquier medio, incluso el de la violencia. El pavo real es la figura más explicita para representarnos esto: cargado con lo que lo distingue y que despliega para afirmarse.
Pero de entre todas las opciones fundamentales – como sucede con casi todas las importantes - la amistad o la compañía de los seres queridos es una de las que más nos puede afirmar.
La compañía se entreteje de gestos que nos indican que hay alguien para quien somos importantes. Todos llamamos la atención con nuestras acciones para comunicar al mundo que estamos necesitados de los demás. Nadie se libra de esto: con gestos agrios, con ternura, con una indiferencia estudiada…enhebramos cada día con un farolillo rojo que quiere indicar nuestra necesidad de ser ocupados, de que alguien se ocupe de nosotros.
La compañía teje nuestra incertidumbre frente a nosotros mismos y frente al mundo. Todos nos preguntamos quién soy realmente yo, y qué es el mundo. Nuestra capacidad autoconsciente se desarrolla cuando la exponemos a los demás (hay quien dice que empezamos a ser nosotros en el momento en el que el niño es capaz de decir “no”, esto es, cuando se pone frente al otro para poder independizarse por la vía de la negación) y cuando nos asomamos al mundo y lo sentimos diverso. ¡Qué curioso que ser nosotros no es adaptarnos al medio, sino reconocerlo distinto de nosotros!

Sostengo que encontrarnos con los demás nos produce dolor las más de las veces, porque nos invita a salir de la temperatura cálida de nuestro ser para ensanchar las paredes de nuestro entendimiento y, asimismo, del sentimiento. Lo más parecido a un parto, pero también que recibimos el gozo de la compensación. Porque la ternura es la cualidad del encuentro y el afecto vierte, sobre la herida abierta que somos, bálsamo. En efecto, nos asomamos al mundo cuando percibimos lo incompleto que somos. Nuestra animalidad nos impele a adaptarnos al medio, pero la racionalidad – esto es, la autocomprensión – es un constante acercarnos para completarnos. No necesitamos a los otros para poder adaptarnos, sino para poder ser.
Tanto es así que conocemos el pecado del egoísmo como el que rompe con los otros. Y eso por sostenernos frente al grupo, poniendo en juego sólo la ley del más fuerte, que soy yo, naturalmente. El acierto de la moral, que no es más que el reconocimiento de mi libertad y la voluntad de establecer modos de relacionarnos (a más de inclinarnos al bien), es que no somos más que con los otros. Pero este ser es en función del grado de relaciones cercanas, de relaciones que me acercan y acarician. Porque la violencia es una forma errónea de pedir lo mismo. También de imponerme a los otros de forma egotista, como dijimos.

La compañía de los seres puebla, las más de las veces, todo mi actuar. Es lo que busco con más afán, el centro de mis aficiones. Pero no por incapacidad, sino porque recompone todo el universo al que me enfrento haciendo que me sienta yo mismo.
El afecto es el toque de mi interioridad que se aproxima y se vuelve sobre el otro, sobre los otros. Afectarse es acercarse. Y esto sucede de forma absolutamente gratuita. Nada sabemos de porqué hay quien desvía nuestras miradas o nuestras acciones dándole otra dirección. Nada sabemos de las amistades que surgen de la nada, o de los enamoramientos. Es la gran originalidad de este ser humanos. Nuestras preocupaciones, nuestros gozos, nuestros anhelos, surgen del deseo de ver felices a aquellos que amamos. En nada somos dueños de ese amor. No depende de nosotros que lo tiren al cubo de la basura, o que lo viviseccionen con palabras duras. Se vuelve hacia alguien de forma gratuita, se da. El nudo de los afectos no puede medirse en relaciones de toma y daca, aunque busque de forma natural eso mismo. Porque es nuestra forma de ser el poder ser-hacia.

Los que son mi mundo, aquellos que me sostienen para poder ser, son todos los hombres y mujeres. Pero, sobre todo, los que me han tocado, los que midieron su identidad dando ternura, los que quisieron ir más allá ofreciendo afecto, los que pusieron compañía porque entendían que éramos parte de un proyecto de infinitud empezado en nosotros, pero inacabado. La identidad de cada uno depende de esa capacidad, y del reconocimiento de esa necesidad.

Por eso miro con una enorme gratitud a mí alrededor. Me siento sobrecogido y elevado por la magnitud de los encuentros que se ciernen sobre la humanidad, pero más aún de aquellos de los que soy testigo. Porque suponen un renovado impulso del hombre para llegar a completarse a través del rescate de la compañía. Nada hay más importante que eso: significa que estamos asistiendo a la elevación del hombre sobre sí mismo, no a su destrucción. Porque eso se da, no hay miedo al final desgraciado de un sucumbir en la nada. La compañía es la potencia del hombre. No puede quedar en la nada. Hasta ese punto hemos sido elevados.



Pedro Barranco ©2006

El difícil arte de la libertad de conciencia

No podemos resolver un problema de forma correcta si el enunciado esta formulado confusa o erróneamente.
Tal puede suceder hoy con el tema de la libertad.
Podríamos decir que el sustento último de nuestra sociedad occidental es este elemento que consideramos garante de nuestra realidad, de nuestra identidad. La libertad es el gran logro social, la suprema ley que gobierna todo nuestro ser, nuestro actuar y nuestro desear.
La libertad actúa como un cedazo, sirve para hacer de cernidor de las propuestas políticas o sociales. Si algo quiere tener el aval público, debe ir acompañado, como sustantivo o como predicado, del término libertad.
Es más, si la libertad, -o por mejor decir, hacer lo que me venga en ganas sin trabas de ningún tipo- se ve amenazada, y entonces todo lo que se diga es sospechoso de ir contra la avanzadilla social, contra lo progresista, contra los tiempos actuales, etc, etc, etc.

Y claro que la libertad es el tejido sobre el que nos realizamos; por supuesto que debe orientar nuestra actuación y nuestro obrar. Es indudable el que no podemos retroceder en los logros conseguidos a fuerza de luchas de cientos de miles de gentes que quisieron poner coto a la hegemonía de los fuertes contra los débiles.

Sin embargo, veo, con horror, que se silencia un aspecto fundamental: la libertad es la premisa sobre la que se mueve la conciencia para poder decidir el actuar. La conciencia es, aún si cabe, más sagrada que la libertad, porque juzga a partir de ella, pero sobre ella también. La conciencia es el “logro” humano, es la identidad última, la fibra de la que está hecha nuestro ser.
La conciencia es la que nos sitúa frente a la realidad, nos distancia de ella, y pone una barrera entre el estímulo y la respuesta dándonos espacio suficiente para aceptarlo o negarlo. Nos hace soberanos. Nos hace señores del destino que somos capaces de idear. Nos permite dibujar cómo queremos ser, qué queremos poner como sustento de nuestros actos, hacia dónde dirigirnos. Los biólogos aseguran que determinados animales tienen un sentido innato de “navegación” que les permite ir a lugares remotos con un fino sentido de la orientación que nosotros hemos perdido. Pero hemos sido regalados con uno más sublime: aquel que nos permite orientarnos en la vida ejerciendo de amos de nosotros mismos sin dejaros amilanar por las grandes dificultades que nos podamos encontrar. La conciencia nos permite juzgar, nos capacita para comprender que determinamos, las más de las veces, lo que somos y lo que son las sociedades.

Por eso la conciencia es el elemento más delicado, y también el más codiciado. Dominando las conciencias nos convertimos en dioses. Perturbando la idea de bien y de mal, condicionamos hacia dónde se dirigen las sociedades. Lanzando mensajes confusos, podemos enturbiar la capacidad de decidir y quedarnos con lo que queremos.
La soberanía de la conciencia está en serio peligro también cuando negamos información y formación suficiente a los que están desarrollándose como personas, o cuando disponemos de los medios de comunicación a nuestro antojo lanzando mensajes constantes hasta convertir las mentiras en verdades. Por eso todos quieren poseer aquellos medios (educación, medios de comunicación social, lugares de reunión, el mundo del espectáculo, es decir todos los sitios donde concurre la gente y en los que reciben, más o menos pasivamente, un mensaje) que posibiliten la creación o incluso la manipulación del pensamiento.

Las religiones se convierten en sospechosas porque son ámbitos de generación de conciencia. El Estado puede querer convertirse en el único que dicta órdenes con el deseo de no ser contestado y de querer interpretar los designios del pueblo. De ahí que el enfrentamiento esté servido en bandeja.
Es bien cierto que las religiones se han convertido, a veces, en manipuladoras. No pueden escapar siempre a los resortes de poder inscritos en lo más profundo de nuestra alma. Pero es bien cierto, también, que de forma normal, son los espacios creadores de libertad. Y podemos, y debemos, decir lo mismo del cristianismo.
Si algo ha configurado el pensamiento occidental, si algo le ha dado identidad frente a otras culturas que privilegian otros valores, es el pensamiento cristiano. Y este pone la libertad de conciencia como soberana frente a Dios. El mismo Concilio Vaticano II dice expresamente que la conciencia es tabernáculo sagrado donde el hombre se encuentra de tú a tú con Dios.

El Espíritu trae libertad. En la teología cristiana la esencia misma de Dios, el Espíritu, es viento de libertad. Los hombres y mujeres de los primeros momentos del cristianismo sabían de las consecuencias de esto, por eso actuaron libremente frente a un Estado que incluso los martirizó. Los cristianos de todos los tiempos lo saben también. Hoy no se nos escapa que la Iglesia debe ser garante de la libertad, hacia dentro de ella misma y hacia fuera. Debe pedir a la sociedad que se mueva respetando voluntades y esencias últimas del hombre, y luchando porque la misma Iglesia sea fiel espejo de lo que predica. La Iglesia hoy, si quiere ser fiel al Espíritu que la anima, no debe tener miedo, no debemos tener miedo, si nuestras opciones de libertad, propuestas desde un profundo respeto pero con firmeza de convicción, son rechazadas. La Iglesia no debe tener miedo, no debemos tener miedo, si tenemos que adecuar nuestras estructuras- que han podido servir bien en otro tiempo- a los grandes anhelos del hombre de hoy, como se ha hecho siempre y en todo tiempo. La Iglesia no debe tener miedo, no debemos tener miedo, si formamos hombres y mujeres libres, que son capaces de formular, desde lo hondo de su ser, y en un discernimiento sereno, opciones que los dejan en pie frente a sí mismos y en la certeza, absoluta, de que son amados y queridos por Dios. Y más cuanto más fieles permanecen a sus convicciones y al proyecto evangélico de vida.

Y los cristianos, sabedores de que no son ciudadanos de este mundo, están en medio de él como fermento, esto es, para hacer de la sociedad un buen pan de vida. Es absolutamente necesaria la formación y la información para poder transitar por un mundo que no necesariamente es el que deseamos para todos. Y es necesario, también un fino respeto que recupere la dignidad de hijos de Dios para todos los hombres. Ciertamente muchas son las tareas. Pero es Espíritu anda entre nosotros y nos dará la luz y el ánimo suficiente.

Pedro Barranco Fernández

Desánimo

Sucede cada cierto tiempo y de vez en cuando. Existen lugares comunes en la historia que, casi parecen cíclicos, y es como si se repitiera esa especie de abandono de los ideales. En la vida de cada uno de nosotros se rompe en el interior un jarrón y se hacen añicos las ilusiones. En el devenir de los colectivos se convierte en monotemática la monotonía.

No ocurre esto de cualquier forma. Se va preparando. Cuando alguien que nos acompañaba, abandona; en el momento en que caemos en la cuenta de no ver realizado en el otro lo que esperábamos que fuera; cuando la terca realidad desprecia el cambio; allí donde acumulamos pequeños fracasos y decepciones que estimamos sin importancia; al observar que nos vamos haciendo viejos y nada a nuestro alrededor da visos de mejorar...

Tampoco somos capaces de advertir las pequeñas señales que nuestro interior nos va mandando tímidamente, en forma de tristezas, de desganas, de pequeñas retiradas insignificantes, de renuncias a compromisos, de buscar encapsularnos.

Pasan desapercibidos a nuestros ojos el poco terreno que nos va dejando el mundo con el que no estamos del todo de acuerdo, para terminar justificando dónde estamos y adónde somos incapaces ya de marchar. El hilo de tela de araña es sutil, fino, casi invisible a nuestro alrededor, parece no existir pero está ahí. Nos hace creer libres, pero nos atenaza, nos inmoviliza y, de tanto estar parados, creemos que el mundo ya no se mueve y que el paisaje que vemos es el único que existe.

Hay muchas personas a las que el alma se les cayó a los pies, que caminan arrastrando un peso insoportable porque lo único que los hacía flotar, su alma, fue vendida al diablo de la mediocridad. Renunciaron a sus sueños. Las hay que son temerosas y que miran solamente al suelo, con miedo a los vuelos y a los sueños. Quieren abordar a los que se atreven y contarles un sueño de cocos y hombres del saco que roban ilusiones y dejan tristes. Perdieron la vida antes de inaugurarla y no quieren sentirse solos en este valle de lágrimas. Hay carroñeros, enterradores de utopías, cuyo único afán es vivir seguros en lo poco que tienen, sospechan de todos y sobrevuelan para certificar la muerte de las esperanzas.

Ante este panorama de lo práctico y lo útil que es conformarse es muy fácil dejarse arrastrar y concebir mundos pequeños y romos, realidades con orejeras, conformismos de salón y peluquería, vidas muelle, indolencias, almas que se vienen a menos,...desánimos

La esperanza es el alba, la luz, el zamarreo que puede hacer que vivamos una vida que hasta ahora podía ser prestada. La esperanza es la certeza de que la añoranza y el sueño vencen la realidad teñida de gris a fuerza de paletazos de color y cambio.

La esperanza es la construcción que empieza ahora de este edificio-mundo como lugar y casa para todos. La esperanza es el trabajo de muchos hombres y mujeres que creen que la felicidad se consigue a fuerza de tenacidad, y no en un bono de lotería de dineros que compran sólo cosas.

La esperanza es un niño, una estrella y un ángel. Todos llevamos dentro ese portal, esa puerta de ilusiones compartidas.

La esperanza es romper el tedio, el aburrimiento; romper la fotografía en la que, por aparecer todos, a algunos les cortan la cabeza y a otros los pies. Es vencer el miedo a ser distintos y vivir de ratos de sonrisas conseguidas por pequeños gestos solidarios. Significa tener hambre de mañanas y sed de nuevos soles. Poner los cimientos de un edificio llamado ciudad de la alegría y lugar de totalidad.

El desánimo es terco, la esperanza debe ser tenaz. Porque nada hay que pueda decir de aquí no me muevo, el universo es un continuo estar inquieto. La esperanza acompaña en camino hacia el infinito y reconoce lo que ya intuye. La esperanza sabe, la tristeza ignora.

¿Hay alguien que pueda decir que un niño nacido no es el adelanto del futuro? ¿Aquel Niño, veinte siglos de historia, realiza el futuro en cada hoy que se recuerda? Rompió hasta el marco de pobreza, para situar en nuestras casas un cuadro de grandezas.

El hombre es un ser grande, inmenso. Cosmos lleno de alegrías y miserias, elevado a la dignidad de hijo de Dios por contener en su interior un corazón que puede pulsar con los otros; tener ojos para soñar con los otros; manos para hacer con los otros; pies para llegar con los otros. La esperanza es la certeza. Llegaremos donde el Niño, seremos su compaña. Veremos con Él el futuro.

Te digo a ti, no decaigas. No te quedes sin alma. No te conviertas en carne errante, animal sin recuerdo ni memoria. Belén no es un sueño infantil ni un paraíso para idiotas. Creer no significa renunciar, sino inventar. Tener esperanzas no es ser ilusos, sino hombres y mujeres trabajados a fuerza de futuro.

Pedro Barranco.2007