viernes, 29 de mayo de 2009

Pentercostés 2009

Parece mentira que el fracaso de la humanidad que es testigo de la esperanza, sea tan clamoroso.

Aquella experiencia de la que fueron partícipes los primeros discípulos debería haberles sumido en la euforia, en la valentía. Pero no fue así. Me refiero a que, después del tremendo fracaso de la cruz; de haber asistido atónitos y miedosos a la muerte de su líder; después de haber huido como miserables abandonando incluso el cuerpo macerado de su intimo amigo; de haber temido hasta manifestar su admiración por las palabras de quien les encandiló con un mensaje nuevo; después de todo eso los discípulos experimentaron la certeza de que su Maestro estaba vivo.

Pues nada. O como si nada. Porque aunque ellos eran testigos, y habían visto, aun cuando habían recibido una experiencia inigualable, su triste humanidad les alejaba de la certidumbre del éxito de Dios sobre todas las cosas.

Y digo triste humanidad, sí. Porque la resurrección, en el comienzo, no fue un principio de certidumbre para los que, poco después, la anunciaron. Muy al contrario, Lucas nos los pinta miedosillos, encerrados en la casa por puro pánico. Uno se pregunta hasta dónde Dios debe ponerse enfrente, con qué verosimilitud, para que nos terminemos dando cuenta de la insondable belleza de su presencia.

Para mí no existe otra respuesta que la de vernos como un recipiente siempre a punto de cascarse, de una fragilidad quebradiza, de una inconsistencia de cristal. Nuestra vulnerabilidad es una precipicio al que nos asomamos constantemente. No es malo saberse limitado, sometido a nuestra realidad temporal. No es, en absoluto, pesimismo antropológico saber que no lo podemos todo, ni lo sabemos todo, es más, que nos equivocamos y que estamos uncidos al yugo de lo falible. Y, ahondando mucho más, nuestra realidad es la de una escasa estancia en el mundo, que se ve agravada por nuestra profunda inconsistencia. Hay quien se echará las manos a la cabeza pensando que el ser más acabado de la creación, el súmmum, el trabajo último de Dios, su grandeza y su valía, se ve menospreciada por esa intimidad que es el pecado, o la misma limitación última que nos pone al borde del Absoluto y de nosotros. Pero qué va. Mero espejismo.

Estos pobres hombres vislumbraron que, detrás de la tragedia padecida por aquel Jesús, él había podido vencer esa realidad última de la muerte y de nuestra quejumbrosa existencia. Pero no tuvieron la valentía suficiente de vencer su propio miedo, su incertidumbre, su corto entendimiento. No les pareció suficiente, o no les pareció suficiente para ellos de forma que arriesgaran sus vidas en un gesto generoso de complicidad.

¿A dónde me lleva todo esto? Al segundo acto de esta sublime representación, que no es teatral, sino vital. Lucas escribe un relato precioso, una recreación, un recuerdo solemne y atrevido del comienzo de un nuevo tiempo. La segunda creación empezó con la resurrección; el nuevo tiempo, con la Iglesia. En ambas, la irrupción de Dios como fuerza, como principio, como apuesta. En ambas hay una iniciativa para hacer que todo sea. La vida engendra siempre vida. Por eso el evangelista nos ayuda a saborear esa honradez tosca de los discípulos, que no podían, o no sabían o no querían creer que la transformación íntima de la realidad podía darse. No creían en ellos, ni en la fuerza arrolladora de Dios. No creían en una intervención definitiva de Dios en la historia humana. Estos judíos, que eran crédulos a más no poder, sin embargo no podían imaginar que Dios pusiera encima de la mesa la iniciativa para recrear el mundo. Estaban limitados. Eran limitados y les asustaba esa misma poquedad.

Pentecostés significa la irrupción de Dios como fuerza transformante, recreante. Pentecostés es el reconocimiento expreso de que la génesis del mundo está gestándose en cada acto humano de enamoramiento, y también en cada reconocimiento de nuestra necesidad, de nuestra mendicidad. Pentecostés es un regalo a nuestra indigencia. No por un Dios tacaño, que quiere hacernos polvo con nuestra conciencia de muerte, sino que más bien nos rescata para unirnos al Otro. Somos porque somos distintos, somos porque tenemos limitación, somos porque podemos no ser. Pero la llamada a la vida nos ha hecho sumarnos a la onda expansiva de Dios para toda la eternidad. Y en esta llamada al “para siempre”, se nos regala el don de la fuerza divina, que viene a rellenar nuestros vacíos inconsistentes. Pentecostés irrumpe con fuerza en esa pobreza de los primeros discípulos para hacerles comprender que Dios no niega su fuerza al que sale al encuentro, al que busca denodadamente la utopía de un mundo realizado en Dios. Pentecostés significa que hay un fuego regalado que quema las cenizas y las convierte en brasas.

Y se pusieron en pie. Aquella gente que se revolvía en las cenizas de su imposibilidad, que creían haber quemado los barcos con la muerte de su Señor, tuvieron un regalo añadido, un don inmerecido, una fuerza renacida, una esperanza concebida en su incapacidad. Aquellas gentes que erraron la mirada, incapaces de dirigirlas a la cruz, pudieron ver con ojos nuevos que el mundo resurge como un retoño. No hay una atardecida, no se nos echa encima el ocaso. Empezó el día primero, empezó el mundo nuevo.

¿Verdad que nos suena?

Como aquella concepción cíclica de las cosas, el hombre, está siempre a vueltas con las mismas limitaciones, sin embargo es un ser siempre emergente.

La Iglesia, semper reformanda, no escapa a los cimientos arenosos que la hicieron concebir esa esperanza. Su fuerza está en su Dios, en el don de Dios.

La historia, como un huracán que se vuelve sobre sus tripas, amenaza con devorar a los más débiles, como siempre. Pero el germen de vida que inauguró Pentecostés nos ayuda a precisar la mirada para entrever signos de salvación y de victoria.

Todo el hondón de la vida se vuelve fruta madura; todo el estiércol que expulsa el mundo se convierte en mantillo; todo lo que huele a daño, a pena, a sinsentido, se hace punto de partida de una solución. La esperanza cabe en el cajón desfondado del mundo para poderlo hacer recipiente de esperanza. El don de Dios, el Espíritu, asegura la victoria final con aquel plus de fuerza que siempre le caracteriza. El Espíritu, el don de Dios, pone en la fragua el hierro que somos nosotros y lo hace bruñido metal, acero cortante. Y espera que nosotros nos pongamos en pie.

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