jueves, 20 de septiembre de 2007

Elogio de la compañía

El hombre es un ser hecho a la medida de la compañía. No somos gotas de agua encapsuladas en cristal, ni tampoco un mar indefinido. Estamos referidos a los otros como la única forma de decirnos. Los otros pueden ser nuestros opuestos, pero también la posibilidad de afirmarnos como distintos y comunicados.
Los otros no son sólo una elección para poder resolver asuntos que nos preocupan y que, las más de las veces, parecen sustanciales para sobrevivir. La sociedad es el privilegio de los hombres que quieren ser en medio del mundo con los semejantes. Pero no sucede como en los animales, no estamos juntos para sobrevivir, sino para poder ser.
Claro que no sólo. Podría dar la sensación de que ser con los otros es una forma de egoísmo. Nada de eso. La llaneza de nuestra realidad es la afirmación con nuestros semejantes porque completan nuestra inacababilidad. Y porque completamos la suya.
La inteligencia de nuestra propia realidad se afirma cuando percibimos las caricias de los cercanos. Estas nos invitan a integrarnos en el mundo sin que lo sintamos como hostil. Y las primeras vienen dadas por los que nos van a posibilitar nuestro desarrollo: los padres. Es tan importante este primer momento que, si falla, si no sucede, si no se da, entonces nos convertimos en seres desestructurados, antisociales. Incapaces para vivir con los otros de forma armónica, nos volvemos hacia los demás con la pretensión de que reparen en que estamos ahí y, para ello, utilizamos cualquier medio, incluso el de la violencia. El pavo real es la figura más explicita para representarnos esto: cargado con lo que lo distingue y que despliega para afirmarse.
Pero de entre todas las opciones fundamentales – como sucede con casi todas las importantes - la amistad o la compañía de los seres queridos es una de las que más nos puede afirmar.
La compañía se entreteje de gestos que nos indican que hay alguien para quien somos importantes. Todos llamamos la atención con nuestras acciones para comunicar al mundo que estamos necesitados de los demás. Nadie se libra de esto: con gestos agrios, con ternura, con una indiferencia estudiada…enhebramos cada día con un farolillo rojo que quiere indicar nuestra necesidad de ser ocupados, de que alguien se ocupe de nosotros.
La compañía teje nuestra incertidumbre frente a nosotros mismos y frente al mundo. Todos nos preguntamos quién soy realmente yo, y qué es el mundo. Nuestra capacidad autoconsciente se desarrolla cuando la exponemos a los demás (hay quien dice que empezamos a ser nosotros en el momento en el que el niño es capaz de decir “no”, esto es, cuando se pone frente al otro para poder independizarse por la vía de la negación) y cuando nos asomamos al mundo y lo sentimos diverso. ¡Qué curioso que ser nosotros no es adaptarnos al medio, sino reconocerlo distinto de nosotros!

Sostengo que encontrarnos con los demás nos produce dolor las más de las veces, porque nos invita a salir de la temperatura cálida de nuestro ser para ensanchar las paredes de nuestro entendimiento y, asimismo, del sentimiento. Lo más parecido a un parto, pero también que recibimos el gozo de la compensación. Porque la ternura es la cualidad del encuentro y el afecto vierte, sobre la herida abierta que somos, bálsamo. En efecto, nos asomamos al mundo cuando percibimos lo incompleto que somos. Nuestra animalidad nos impele a adaptarnos al medio, pero la racionalidad – esto es, la autocomprensión – es un constante acercarnos para completarnos. No necesitamos a los otros para poder adaptarnos, sino para poder ser.
Tanto es así que conocemos el pecado del egoísmo como el que rompe con los otros. Y eso por sostenernos frente al grupo, poniendo en juego sólo la ley del más fuerte, que soy yo, naturalmente. El acierto de la moral, que no es más que el reconocimiento de mi libertad y la voluntad de establecer modos de relacionarnos (a más de inclinarnos al bien), es que no somos más que con los otros. Pero este ser es en función del grado de relaciones cercanas, de relaciones que me acercan y acarician. Porque la violencia es una forma errónea de pedir lo mismo. También de imponerme a los otros de forma egotista, como dijimos.

La compañía de los seres puebla, las más de las veces, todo mi actuar. Es lo que busco con más afán, el centro de mis aficiones. Pero no por incapacidad, sino porque recompone todo el universo al que me enfrento haciendo que me sienta yo mismo.
El afecto es el toque de mi interioridad que se aproxima y se vuelve sobre el otro, sobre los otros. Afectarse es acercarse. Y esto sucede de forma absolutamente gratuita. Nada sabemos de porqué hay quien desvía nuestras miradas o nuestras acciones dándole otra dirección. Nada sabemos de las amistades que surgen de la nada, o de los enamoramientos. Es la gran originalidad de este ser humanos. Nuestras preocupaciones, nuestros gozos, nuestros anhelos, surgen del deseo de ver felices a aquellos que amamos. En nada somos dueños de ese amor. No depende de nosotros que lo tiren al cubo de la basura, o que lo viviseccionen con palabras duras. Se vuelve hacia alguien de forma gratuita, se da. El nudo de los afectos no puede medirse en relaciones de toma y daca, aunque busque de forma natural eso mismo. Porque es nuestra forma de ser el poder ser-hacia.

Los que son mi mundo, aquellos que me sostienen para poder ser, son todos los hombres y mujeres. Pero, sobre todo, los que me han tocado, los que midieron su identidad dando ternura, los que quisieron ir más allá ofreciendo afecto, los que pusieron compañía porque entendían que éramos parte de un proyecto de infinitud empezado en nosotros, pero inacabado. La identidad de cada uno depende de esa capacidad, y del reconocimiento de esa necesidad.

Por eso miro con una enorme gratitud a mí alrededor. Me siento sobrecogido y elevado por la magnitud de los encuentros que se ciernen sobre la humanidad, pero más aún de aquellos de los que soy testigo. Porque suponen un renovado impulso del hombre para llegar a completarse a través del rescate de la compañía. Nada hay más importante que eso: significa que estamos asistiendo a la elevación del hombre sobre sí mismo, no a su destrucción. Porque eso se da, no hay miedo al final desgraciado de un sucumbir en la nada. La compañía es la potencia del hombre. No puede quedar en la nada. Hasta ese punto hemos sido elevados.



Pedro Barranco ©2006

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