jueves, 20 de septiembre de 2007

El difícil arte de la libertad de conciencia

No podemos resolver un problema de forma correcta si el enunciado esta formulado confusa o erróneamente.
Tal puede suceder hoy con el tema de la libertad.
Podríamos decir que el sustento último de nuestra sociedad occidental es este elemento que consideramos garante de nuestra realidad, de nuestra identidad. La libertad es el gran logro social, la suprema ley que gobierna todo nuestro ser, nuestro actuar y nuestro desear.
La libertad actúa como un cedazo, sirve para hacer de cernidor de las propuestas políticas o sociales. Si algo quiere tener el aval público, debe ir acompañado, como sustantivo o como predicado, del término libertad.
Es más, si la libertad, -o por mejor decir, hacer lo que me venga en ganas sin trabas de ningún tipo- se ve amenazada, y entonces todo lo que se diga es sospechoso de ir contra la avanzadilla social, contra lo progresista, contra los tiempos actuales, etc, etc, etc.

Y claro que la libertad es el tejido sobre el que nos realizamos; por supuesto que debe orientar nuestra actuación y nuestro obrar. Es indudable el que no podemos retroceder en los logros conseguidos a fuerza de luchas de cientos de miles de gentes que quisieron poner coto a la hegemonía de los fuertes contra los débiles.

Sin embargo, veo, con horror, que se silencia un aspecto fundamental: la libertad es la premisa sobre la que se mueve la conciencia para poder decidir el actuar. La conciencia es, aún si cabe, más sagrada que la libertad, porque juzga a partir de ella, pero sobre ella también. La conciencia es el “logro” humano, es la identidad última, la fibra de la que está hecha nuestro ser.
La conciencia es la que nos sitúa frente a la realidad, nos distancia de ella, y pone una barrera entre el estímulo y la respuesta dándonos espacio suficiente para aceptarlo o negarlo. Nos hace soberanos. Nos hace señores del destino que somos capaces de idear. Nos permite dibujar cómo queremos ser, qué queremos poner como sustento de nuestros actos, hacia dónde dirigirnos. Los biólogos aseguran que determinados animales tienen un sentido innato de “navegación” que les permite ir a lugares remotos con un fino sentido de la orientación que nosotros hemos perdido. Pero hemos sido regalados con uno más sublime: aquel que nos permite orientarnos en la vida ejerciendo de amos de nosotros mismos sin dejaros amilanar por las grandes dificultades que nos podamos encontrar. La conciencia nos permite juzgar, nos capacita para comprender que determinamos, las más de las veces, lo que somos y lo que son las sociedades.

Por eso la conciencia es el elemento más delicado, y también el más codiciado. Dominando las conciencias nos convertimos en dioses. Perturbando la idea de bien y de mal, condicionamos hacia dónde se dirigen las sociedades. Lanzando mensajes confusos, podemos enturbiar la capacidad de decidir y quedarnos con lo que queremos.
La soberanía de la conciencia está en serio peligro también cuando negamos información y formación suficiente a los que están desarrollándose como personas, o cuando disponemos de los medios de comunicación a nuestro antojo lanzando mensajes constantes hasta convertir las mentiras en verdades. Por eso todos quieren poseer aquellos medios (educación, medios de comunicación social, lugares de reunión, el mundo del espectáculo, es decir todos los sitios donde concurre la gente y en los que reciben, más o menos pasivamente, un mensaje) que posibiliten la creación o incluso la manipulación del pensamiento.

Las religiones se convierten en sospechosas porque son ámbitos de generación de conciencia. El Estado puede querer convertirse en el único que dicta órdenes con el deseo de no ser contestado y de querer interpretar los designios del pueblo. De ahí que el enfrentamiento esté servido en bandeja.
Es bien cierto que las religiones se han convertido, a veces, en manipuladoras. No pueden escapar siempre a los resortes de poder inscritos en lo más profundo de nuestra alma. Pero es bien cierto, también, que de forma normal, son los espacios creadores de libertad. Y podemos, y debemos, decir lo mismo del cristianismo.
Si algo ha configurado el pensamiento occidental, si algo le ha dado identidad frente a otras culturas que privilegian otros valores, es el pensamiento cristiano. Y este pone la libertad de conciencia como soberana frente a Dios. El mismo Concilio Vaticano II dice expresamente que la conciencia es tabernáculo sagrado donde el hombre se encuentra de tú a tú con Dios.

El Espíritu trae libertad. En la teología cristiana la esencia misma de Dios, el Espíritu, es viento de libertad. Los hombres y mujeres de los primeros momentos del cristianismo sabían de las consecuencias de esto, por eso actuaron libremente frente a un Estado que incluso los martirizó. Los cristianos de todos los tiempos lo saben también. Hoy no se nos escapa que la Iglesia debe ser garante de la libertad, hacia dentro de ella misma y hacia fuera. Debe pedir a la sociedad que se mueva respetando voluntades y esencias últimas del hombre, y luchando porque la misma Iglesia sea fiel espejo de lo que predica. La Iglesia hoy, si quiere ser fiel al Espíritu que la anima, no debe tener miedo, no debemos tener miedo, si nuestras opciones de libertad, propuestas desde un profundo respeto pero con firmeza de convicción, son rechazadas. La Iglesia no debe tener miedo, no debemos tener miedo, si tenemos que adecuar nuestras estructuras- que han podido servir bien en otro tiempo- a los grandes anhelos del hombre de hoy, como se ha hecho siempre y en todo tiempo. La Iglesia no debe tener miedo, no debemos tener miedo, si formamos hombres y mujeres libres, que son capaces de formular, desde lo hondo de su ser, y en un discernimiento sereno, opciones que los dejan en pie frente a sí mismos y en la certeza, absoluta, de que son amados y queridos por Dios. Y más cuanto más fieles permanecen a sus convicciones y al proyecto evangélico de vida.

Y los cristianos, sabedores de que no son ciudadanos de este mundo, están en medio de él como fermento, esto es, para hacer de la sociedad un buen pan de vida. Es absolutamente necesaria la formación y la información para poder transitar por un mundo que no necesariamente es el que deseamos para todos. Y es necesario, también un fino respeto que recupere la dignidad de hijos de Dios para todos los hombres. Ciertamente muchas son las tareas. Pero es Espíritu anda entre nosotros y nos dará la luz y el ánimo suficiente.

Pedro Barranco Fernández

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